Con el tiempo descubro que sólo el tiempo invertido en compartir ratos hace que podamos conocer a alguien realmente. Más allá de la idealización, por conveniencia o ignorancia, o el prejuicio inevitable que aplicamos, estar, presenciar y vivenciar momentos con una persona nos permite saber realmente quién es, de qué está compuesta, qué la define, qué se puede compartir, en definitiva.
Sobre todo para los que vivimos en ciudades grandes durante el año, las distancias impuestas en nuestras agendas -supuesta organización temporal de la semana- se hacen tiempos perdidos, y lograr verse con una asiduidad con alguien como para recién ahí poder saber ciertamente si nos gusta o nos atrae para seguir en ese ciclo interminable de compartir tiempo juntos, es de un entramado complejo y dificultoso.
¿No debería ser lo que más vale la pena cultivar en nuestro entorno? Encuentros genuinos con intimidad lograda, ya sea para entablar vínculos laborales, sociales, o cercanos de tercer tipo. El tiempo que se comparte con alguien es proporcional al disfrute que se pueda lograr, porque entramos en el entramado de circunstancias posibles de llevar entre ambos, se complejiza y agudiza la comunicación.
Ni que hablar si juegos de histeria e inseguridades se suman al contacto cuando las personas no se ven pero se buscan. Hay que tener muy clara la falta de complejidad al pedo –“con el perdón de las damas”- y saber que si se quiere ver a alguien hay que lograr consignar un espacio y tiempo destinado a cultivar la relación.
Sólo de esos lazos puede salir algo bueno. El resto son gente que nos cruzamos cada tanto. Pasajeros en trance, que nos despiertan algún lado de la personalidad, pero están lejos de satisfacernos en un todo –cambiante y sibilante- como para vivir más tiempo en conjunto, que es lo que a la larga resulta.