Las inhibiciones ante lo nuevo, lo extraño, todo aquello que puede excitarnos más de lo que conocemos.
¿Hace falta conocer?
La pared, el muro limitante, la distancia y no encuentro de confianza, son lo mismo pensado distinto, la inevitable sensación de soledad real, sin el condimento del pesar que le agregamos.
Es así, la distancia inicial y posterior siempre está, a lo sumo podemos hacer hincapié en sentirnos unidos, acompañados, pero siempre estará.
Porque primero hay que aceptar que estamos solos para después salir a la búsqueda bien intencionada de compañeros de viaje, sin aferrarse a nada más que lo que se nos ofrece.
En compartir escenas renovadas reside todo el núcleo de desenlace. Y la pared o la indiferencia siguen ahí, sólo que guardadas por un rato.
¿De qué tener vergüenza si es sólo darnos a conocer tal como lo vemos en solitario?
De ahí nada puede ser juzgado, porque es la propia sensación la que reproduce nuevas escenas. Y la película vuelve a comenzar.
Las paredes del mundo, de la realidad, son blandas, lo podamos ver o no por estar tan metidos en nuestra rígida sensación de ser materia. Venimos al mundo a aprender y buscar adeptos a las causas que se asemejen a la nuestra, sin olvidar que somos uno, conectado con el todo.
Y de ahí se ven blandas las paredes, las limitaciones, si es a propia elección, a gusto de quien lo lleve.
Lo duro, lo tosco, de la pared, está dado por la acotación que le impregnamos a la realidad, para entenderla, para sentirnos cómodos y contenidos, porque ¿si no estuvieran? Si se levantaran las paredes que delimitan el escenario de la propia vida, ¿a dónde iríamos a parar? ¿Habría espacio para la expresión de todos los que componen este mundo?
La acotación tienen su razón de ser, y es la represión autoimpuesta para permitirnos enfocar y crecer en el núcleo, en el ámbito propicio que nos creamos cada día para desarrollarnos, para desenvolvernos con soltura.
Y a la espera de la próxima aventura.