Las decisiones nunca deben estar fundadas en otras que alivianan la carga de la primera.
Eso será un traspaso de responsabilidades, sin tener claro si lo decidido es por sí solo lo correcto.
Hay que aprender a esperar el momento en que un hecho madura lo suficiente como para, recién ahí, sacar los frutos y degustar lo decidido, casi sin notar ese momento culmine y conflictivo a la vez, en que todo depende del camino que elijamos.
Tener poder de decisión no es optar sí o sí por algo sino tener la paciencia para que los hechos se acontezcan según deseamos, en el instante justo y preciso en que se hace carne el acto instinto de decidir.
Bien llevado casi ni deberíamos notar la diferencia entre decidir y actuar acorde a la intuición. Jamás una decisión debe estar basada en la opinión de otro. Esas elecciones terminarán flaqueando y nosotros culpando a quien nos aconsejó.
Y finalmente, saber que tras decidir hay que hacerse cargo de lo elegido. Pocas veces es tan relevante la decisión en sí, sino la fuerza y certeza que le pongamos a los hechos venideros. Ese empuje determinará si estábamos acertados o no. No hay vuelta atrás, es verdad, pero sí hay mucho por delante de una decisión. Todo.
Y relativizar la elección es clave para no trabar lo que el instinto quiere decirnos, y muchas veces lo bloqueamos metiendo demasiada cabeza.
Dejar actuar al corazón suele ser la más sabia decisión.