Amanece en Buenos Aires, y todos salen a la calle a hacer algo, a poner el día en marcha.
Hoy, elijo salir a ver a esas personas a la cara. ¿Qué le pasa al capitalino que sale guiado por sus obligaciones a mansalva a conquistar quién sabe qué?
Una mujer se arregla la pintura mirándose en un espejito mientras camina, apurada. ¿Llegará? Un muchacho carga cajas en un carrito, mercadería, intercambio, crucial para que la maquinaria siga en su vértigo productivo.
Caras largas, alguna devuelve la mirada, muchos caminan enajenados, con la urgencia de no saber a dónde van. Al adentrarme en el centro, los bocinazos y los enojos con lo primero que se cruza en su horizonte se multiplican. ¿Sabrán que el uno contra otros es una mentira social? ¿Irán en búsqueda de sus metas o se los ve con caras dormidas por falta de?
Sigo, la bicicleta no para, anda sola. Me adentro en Recoleta. Mujeres paquetas sin tanto apuro toman sus desayunos en bares con grandes ventanales, y parece que están en exposición, a la venta.
Se abre la persiana de un local. Una mujer rezonga porque está cortada una calle. “Nos tienen de rehenes”, esboza. Así se sentirá.
Otra se ve observada y empieza a contornear su figura más pronunciadamente. Una con la atención puesta en lo que pasa ahora, al menos. La celebro, asintiendo con mi cabeza. Devuelve gentilezas. Y sigue pavoneando el pavo. Todo sigue en la ciudad que todo lo concentra y se fagocita.
Una imagen repetida, hombres y mujeres mirando fijo sus aparatitos celulares, intercambiando comunicación primaria, básica, seguramente arreglando encuentros, diciéndose algo que quedó en el tintero con algún ser querido. Así, pasajero, rápido, como van por las veredas.
“¡Cuidado! ¿No ves que está en rojo?”, grita un taxista desaforado a un pibe que osó bajar el cordón cuando el transportista público quería pasar. Ojo con interponerse en el camino del que cree tener destino sólo porque le tiraron un par de coordenadas.
Hago los trámites necesarios y sigo viaje. La inercia me lleva a un lugar donde pueda sentir paz. Un rato. Agarro Corrientes y bajo hasta adentrarme en Puerto Madero. Allí hay muchos oficinistas en las puertas de los mega edificios, despuntando el vicio, quemando horas con el pucho y la charla a mano.
Los turistas bajan de los remises con sus valijas pesadas y se introducen en hoteles lujosos. Estudiantes en la puerta de sus universidades se paran, se sientan en el cordón y repasan lo que tendrán que rendir en breve.
Y voy llegando a mi oasis personal. Costanera, e ingreso a la Reserva ecológica. “Hoy sin bicicletas”, reza un cartel. “¿Qué días se puede?”, le pregunto a un oficial, que estaba relajado hasta que lo irrumpí con la consulta. “Días de lluvia y fin de semana no se puede”, responde, y agrega: “O cuando está embarrado, como hoy”.
Decido no bajarme de mis intenciones. Le dejo la bici junto a su garita, sin candado, y resuelvo entrar.
Pocas personas, cada tanto una parejita corriendo, un señor mayor camina y respira hondo.
El mayor ruido lo hacen los pájaros, y el verde se impone en el paisaje. Muy de fondo, se ven los bodoques de cemento espejados que sobresalen.
Sale el sol, y yo me tiro a reposar. Y escribir esto. Porque hay un momento en que hay que frenar y ponerse a hacerlo para que quede plasmado.
Y hoy elijo no ir tan rápido sin una dirección precisa. Si en verdad no se precisa más que eso. El resto es lo que en sociedad se encargan de transmitirnos que prevalece, pero miráles las caras a tus compañeros de viaje a la mañana y algo nuevo se puede descubrir ¿Hace falta decir más? Las conclusiones siempre son personales y me aburren los cuentos con moraleja contada. La libre interpretación es la que deja al ciudadano buenosairense hacer lo que crea necesario. ¿Vivir mejor será un objetivo común? A veces, me invaden las dudas. Se hace lo que se puede, y quiere. ¿Quién quiere?