sábado, 15 de agosto de 2009

Muerto el rey, viva el rey

¿De qué modo se puede relativizar la muerte? No quitarle su gravedad porque inevitablemente pasa, en nosotros y todos. Algunos más pronto que otros, llegaremos a la muerte.

Y hoy me resonó en una escena la capacidad de IDENTIFICACiÓN, de sentirse uno con el otro en la presencia de la muerte, y con ella la inacción total, absoluta, del cuerpo que tenía vida e historia hacia un rato nomás. Se desvanece.

Aquellas personas que logran sentir esa identidad tan consolidada con un ser querido que fallece pueden entenderlo verdaderamente, pero es básicamente el no rechazo al genuino malestar, duelo, pesar que nos produce su partida.

La principal certeza es que uno, lo que permanece en vida, elige cómo pasar los días que tiene por delante, por más miedos que surjan en el camino.

Haberse sentido en vida identificado con la congoja, la opresión, la cerradez (o cerrazón? o son?) que produce la ida definitiva de alguien debería permitir enfrentar lo venidero con otra sensación.

Es atravezar a lo largo de ese sentir, la tristeza, el vacío mismo de la muerte y otros tantos miedos que acompañan su sola idea, para asomarse por la ventana que hay tras recorrer el cuarto que invade ese temor.

Y después, voilá, la vida cotidiana, sin prisa y sin pausa, sin importarle nada más que ella, que reina por sobre el resto, y nadie nos preguntó si estamos de acuerdo o no con lo que se expresa en vida y lo que elije la muerte. Pasa. Y al día siguiente transcurre lo que se quiere manifestar.

Recorrerlo sin tapar, y ver qué se expresa es la forma de compadecer sin padecer, en ese lento perecer.

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