Uno con su familia, de sangre y buscada, es y debe ser concesivo. Se aprende a ser y estar con los padres, o viceversa, con los hijos. No todo lo que uno cree la familia lo entiende. Es más bien dejar ser, actuar, transmitir confianza y certidumbre, que puedan reposar en nosotros y el resto cada cual actúa como es, o cree ser. No es preciso. La vida es indefinida, y ser familia, o amigo, es aprender a estar, acompañar en esas instancias en que no sabemos hacia dónde disparar. Son un colchón de contención ante las espinas que nos encontramos en el avance mismo de la vida.
“Podés creer que la última vez no fue pensando sino que el instinto lo guió”.
Un mensaje que me escribí y guardé en el borrador del celular, quién sabe para quién y por qué.
Tengo mucho de eso. De escribir o pensar por pensar, en abstracto, y luego ver qué depara.
Si luego lo que pasa nadie lo sabe. Disfrutar de lo que se hace es lo esencial para no sentir discordia ni contradicción. De ahí el resto deviene.
Hay que estar presente en las vidas de las personas que uno quiere, con las que se encariña. Son nuestro motor, el leit motiv del cual nos tomamos para impulsar el sentir. Nosotros, uno, es y debe valorarse como el creador y las personas se acercan a uno por lo que sienten podemos darle. Amor sobre todo.
Se encapota el cielo, parece ser que viene la lluvia. Y yo marcho en breve.
Pienso sobre lo que escribo. Pienso en las personas que van y vienen. Pienso que estoy de vuelta.
¿De vuelta de qué? ¿De dónde? Digo, que atravesé lo que era necesario para pensar y formular cosas copadas y pensamientos florecientes para el propio vivir. Esté donde esté.
Esa valoración producto de la vivencia personal es inagotable y hace proyectar un sinfín de posibilidades.
Inagotables, innatas, proyectivas, que nos hacen despegar y buscar ser más, más allá de la situación que vivamos.
Es una vuelta, hay otras. Vuelta y vuelta, o un mero entretenimiento entre los pesares y sentires a recorrer para que la dicha florezca en la propia dinámica de vivir.