Si en lugar de pretender siempre más, anduviéramos dándonos cuenta qué le pasa al de al lado, creo yo, muchos menos problemas sociales serían parte de nuestros días.
Observo a la gente, y anda ensimismada, metida en sus inconvenientes para relacionarse, que son la esencia de toda discordia. ¿Acaso dos personas que se entienden tienen problema de pelearse? Si saben que es algo productivo, que desemboca en algo más entendible, hasta se le hace frente a lo que nos aqueja con otras intenciones.
El punto es saberse contenido por el ser con el cual elegimos enfrentarnos.
Ahora, si es en medio de la calle, con alguien que no conocemos, ¿por qué habría de preocuparnos su estabilidad emocional? Se convierte en un frente a frente donde el que diga o haga lo más violento gana.
Y en realidad, todos pierden. El que tuvo la oportunidad de vérselas con algún desconocido en plena ciudad sabe de qué hablo. Aún yéndose “victorioso” hay una sensación de pérdida de energías que termina aquejándolo, y ahí no hay creencia de tener razón que valga.
El que se enfrenta con alguien está decidiendo relegar su potestad de mantenerse en paz, y eso, quieran o no, lo terminan sufriendo.
El que decide hacerlo con seres que lo acompañan en su vida, sabe que esa rivalidad momentánea es para superar un escollo, una piedra que nos molesta en el zapato, y si está construida sobre bases sólidas, la relación, luego volverá a su normal curso.
¿Nunca les ocurrió que dijeron algo en plena calentura que después se arrepintieron? Bueno, si es con alguien que nos quiere, vale hasta confesar esa equivocación, si ayudará a que nos entienda, a que nos perdone.
Y si se trata de alguien desconocido, no podemos luego salir a buscarlo para confesarle nuestro pesar. Es tan sólo una descarga, de ahí la mayor efervescencia y hasta agresión concreta, si luego no lo vemos… No lo vemos más, pero el espejo nos reflejará aquello que nos quedó adentro. Es inevitable.