Vuelto de comer con un amigo. Me planteo que si uno funciona por contraposición, poco tiene sentido en la propia vida. Si alguien nos cuenta que está desorientado por determinada razón, y uno opera sintiéndose tranquilo porque entonces no está tan mal, es inconducente, sin sentido, y nos llevará al ocaso.
Contraponer el estado personal al de quien nos relata cómo se siente es de poca monta, y hace que no se pueda escuchar bien qué lo aqueja al otro. ¿Por qué habríamos de compartir pareceres o sensaciones? El intento de equilibrar la balanza ante quien nos antepone su malestar no es digno ni hace que nos elevemos más que lo que la tarima de ocasión nos permite.
Sino, ante una buena noticia, ¿acaso tendríamos que sentirnos tristes por no estar a esa altura? Muchos operan con ese mecanismo reactivo. Puras falacias, mezcladas con la alucinación de simbiosis impropia e intempestiva. Es aconsejable permitirse que la sensación personal vaya en otra senda distinta a la de las personas que ocasionalmente nos rodean o cuentas sus temas.
Un tema es el otro, otro es uno.
Que buscamos aliarnos y contarles qué nos tiene mal –o bien- a alguien que sentimos en sintonía es lógico y conductivo, pero eso no se emparenta con tener que sentir lo mismo o, en caso de espejos refractarios categóricos, lo opuesto a quien elegimos como interlocutor.
Ocurre que para vivir feliz, o intentarlo, ante tanta gente que transmite su pesar, su lenta agonía en este ámbito en el que nos desenvolvemos, hay que armarse de una coraza, y aún así es imposible sentirse pleno. ¿O podés decir que la vida te sonríe ante alguien que te llena de su propia pesadumbres?
Eso no implica igual la necesidad de vernos afectados por esos dichos a grado tal que nos identificamos y accionamos acorde a su sentir. ¡Es suyo! ¡No nos pertenece!
Y vale aceptar que el otro tampoco está buscando que nos pertenezca, que lo hagamos carne como si estuviéramos igual de tristes que el personaje en cuestión.
¿Quién nos contó el cuento de que el otro se siente más acompañado si le mostramos esa cara? ¿Acaso el pinchado busca alguien igual para escoltar su desdicha? En estos vertiginosos tiempos donde el hipersensible peca de inestable y, en momentos de resguardo, de desensibilizado, y el que no se cuestiona nada pareciera fuerte y decidido, sentarse a reflexionar estas cuestiones, de identificación, parentesco, e incluso límites individuales y grupales, es crucial para no bajarse del barco cuando no está en peligro de hundirse, o para aprender a saltar a la balsa cuando la venida a pique es determinante y se avisora inminente.
En cualquier caso, el salvavidas siempre es de uno, si alguien te agarra o te aferrás a él, te convertís –o se convierte- en ancla, yunque, lastre, y sacarte(lo) de encima es lo más aconsejable. Para no morir en el intento. La compañía excesiva puede convertirse en soga al cuello.