Ante el tema de la semana de la contracción de nupcias por parte de las minorías sexuales me da ganas de ahondar en un tema más abarcativo, la discriminación. El enano fascista que la mayoría de los argentinos llevamos dentro. Porque estamos ya acostumbrados a escuchar al hombre medio despotricar, oponerse, segmentar a cuanta cosa se encuentra que, le parece, difiere a su visión del mundo.
Va más allá del matrimonio homosexual -gracias a Dios aprobado, porque no puede existir otra concepción de Dios que no incluya el amor y punto-, por estos días pienso también en el atentado a la AMIA –mañana se cumplen 16 años-, pienso en la condena moral preconcebida hacia Mauricio Macri -estén a favor o en contra, no importa, es aún una presunción que resta demostrar-, y pienso en el taxista medio que tenemos que tragarnos los que queremos trasladarnos por la ciudad raudamente y, preferentemente, sin distracciones (Ver Dime de qué hablas y te dire a dónde llegas).
Desde mi perspectiva, discriminar es hacer la fácil. Caer en el error de criticar al otro, agredirlo bajo las creencias universalizadas que intentan sepultar la individualidad que sale y florece de cada persona.
Para discriminar hay que no animarse a sentir lo que le pasa a uno, y por ende trasladar al otro la responsabilidad, para terminar culpándolo de algo que no debería importarnos si estamos centrados en el propio accionar. ¿Qué les importa lo que haga el otro si están contentos con sus vidas?
El término fascista suele relacionarse, con la poca indulgencia del tremendista conciente, con el derechista pero muchas veces es más caracterizable el izquierdista extremo en esa idea de discriminador masivo ya que tiende a generalizar y catalogar rápidamente al que piensa distinto a él como facho.
Si le buscamos una vuelta, el término encaja más con el absolutista, el categórico, el dictador, como suele ser el de posición rotunda y delimitada por una ideología que no deja ser y respirar al que piensa o actúa diferente.
El que discrimina suele estar en oposición consigo mismo y eso lo lleva a querer mostrar su exacerbada posición contraria a alguien.
¿Hace falta mostrar que el otro se equivoca para defender la propia perspectiva del mundo?
El argentino, frecuentemente, por su historia de opuestos, suele creer que estar a favor de alguien implica estar en contra de otro.
Nada más lejano de la realidad, pero sólo constatable por el que se animó a descubrirlo.