Estar solo –perdón, ser solo- es un modo de vida, una forma de encarar el mundo.
Nadie puede negar que en el compartir, el dar(se) a conocer está parte de la esencia de los días que corren, pero el solitario es aquel que se permitió jugar el desafío de haber estado solo con su alma un tiempo.
Ya sea el que vive solo, viaja solo o desea estar solo en algún momento del día, esas personas tiene vuelo propio.
Son aquellas que se saben bancar la adversidad, que entienden que no todo es color de rosa, que hay una paleta de sensaciones posibles por atravesar y que por más cercano que sintamos a otro ser de nosotros, nadie podrá entender en su totalidad qué nos ocurre por dentro más que uno mismo.
El solitario es el que recorrió un aprendizaje largo de soledad y pudo atravesarla hasta darse cuenta que la interacción con el otro es un bien de la naturaleza. Es descontado que primero hay que saber quererse para poder trasladar ese amor a otro significativo, que llega para espejarnos algo de lo que pasa en nuestro interior.
Solo el que sabe o aprende a estar consigo mismo puede generar contactos genuinos con otros seres.
Ser solitario implica dedicación, perseverancia, mucha paciencia, sentido del humor y uso práctico de las habilidades personales para sentirse lo más cómodo y placentero posible.
Ser solo es haberse dado cuenta que la diversión está asegurada si la buscamos, porque está en uno, y el resto suma y aporta para que el todo funcione como cada una de sus partes.
En el compartir los solitarios encontramos la dicha de sabernos plenos y brindándonos al otro porque ya lo vivimos antes en soledad y allí decidimos salir a jugar el juego de las complicidades. Aliarnos con el otro para generar un patrón común de comunicación. Entenderse, que le dicen.