martes, 23 de febrero de 2010

De turista en mi ciudad

Estoy de regreso. Hace más de 72 horas que pisé el suelo de Buenos Aires, que me recibió con su humedad pesada a cuestas, y luego un diluvio que se combinó con garúa finita incesante, pero al volver despejado como que nada es trágico.

Aún así, con lluvia galopante, me decidí a explorar mi tierra con otros ojos, como si fuera un turista en este espacio del país, ombliguista y centrista, la Capital, como le gusta llamarlo a los lugareños. El bendito capital que todo parece poderlo…
La porteñada, según los de otras provincias, que tanto resisten al que habita esta porción de territorio. Ni uno ni el otro, para los que buscamos hacer equilibrio entre tanta repelencia.

Cuestión que me decidí a pasar un fin de semana contemplando a mi ciudad, la que me vio nacer y me da cobijo, con mirada de turista, esos especimenes que son los que no pertenecen a estos lares.

Llego a mi casa, mochila al hombro, la dejo a un costado, y busco “informarme” sobre qué está ocurriendo. Se me ocurre prender la tele. Noto un sobrebombardeo pero no de noticias, y de ser así, sólo información catástrofe. Como para no sentirse asustado.
La televisión no para de mostrar la idea ilusoria de un mundo materialista, que pareciera que con plata, fama y mujeres queda todo resuelto y estaremos enriquecidos en su totalidad. Que boludos, pienso, cuánto les falta para sentirse ricos verdaderamente.

Entro en contacto con seres cercanos. Descubro una nueva vertiente que ensimismado no lograba divisar. No hay mala intención, el agrado por hablar o vernos es genuino. Ocurre que esta ciudad, que todo lo deglute si no sabemos tomar distancia, los tiene capturados, y de ahí sale la necesidad de hacer lo recíproco con el ser querido que se tiene al lado. Es como una devolución de gentilezas mal entendida.
Sólo hay que saber mantenerse al margen de ese jueguito caprichoso, vuelvo a pensar, e invitar en la interacción a explorar nuevos juegos que saquen lo mejor de sí, que ya se que lo tienen.

Sigo viaje, salgo a la calle en un parate del agua, entre oleajes bajitos, y me inmiscuyo en las caras de los extraños. No tiene semejanza alguna con la devolución que se recibe en el interior. El temor, la paranoia en primera instancia, no permiten relajar el acercamiento del primer vistazo. Pareciera que somos todos enemigos hasta que se demuestre lo contrario.

¿Todo negativo?, me indago. No, volver a recibir el abrazo de los lugares ya conocidos y transitados, ser local en un espacio que nos conoce, el afecto de los seres que saben transmitir amor por sobre todas las cosas y no buscan devorar voluntades, son de una alegría inigualable.

Pero no me refugio en eso, agarro la bici y hago el viaje de memoria por Callao hasta Las Heras y llego a Recoleta. Allí, y en el trayecto, hay muchas caras extranjeras. Visitantes que miran con ojos nuevos cada espacio que uno pasa por alto al tenerlo tan a mano.
Buscavidas de la urbe los acosan con ofertas de cosas que no desean, y atosigan sin pausa, mientras ellos van con sus cámaras sacando fotos de lo que se encuentren a su paso.

Se larga nuevamente un diluvio, universal, o estacional, o propio de merecimientos entre tanta mala vibra, pienso, ya medio desganado.
Me aboco a la búsqueda de víveres que me den placer momentáneo. Paso por la avenida Belgrano y decido entrar a algunos locales de muebles tratando rastrear el sofá cama, o diván, o sommier, quién sabe, que me satisfaga para equipar mi hogar.

Finalmente, encuentro el que quiero. Averiguo estilos, formas y variante, y le pido al vendedor que me de por escrito los precios. “¿En cuánto lo pensás comprar?”, me pregunta. “En una semana estoy acá, dámelo anotado así no me olvido y al comenzar marzo me paso”. Y me devuelve un llamativo “¿cómo? ¿No te enteraste?”. Lo miro sin gastar palabra alguna. “El 22 nos sacan un subsidio del Estado para madera y celulosa. Si no lo dejás señado hoy, el lunes aumenta todo”. Mi cara de asombro lo habrá forzado a seguir hablando. “Pero no es sólo acá, todos los negocios, eh”. Me quedo perplejo y le esbozo un “pero yo te lo estoy queriendo comprar a vos…”. Sigue con su chachara mientras en mis adentros pienso en la berretada del porteño que busca sobrevivir a cualquier precio. Me arrepiento de haberlo tratado con amabilidad. Amago a pegar media vuelta y me despacha un grito: “Pará, flaco, llevate la tarjeta al menos”. Le pongo cara de metétela en el culo y me voy.

 Me voy masticando bronca, pensando en cómo quieren vender algo así, presionando. Trato de apiadarme, pero me es imposible ya. En pocas horas absorbí de qué se trata eso de habitar esta jungla de cemento. Es la subsistencia del más apto. Pero guay de que se te ocurra querer actuar de buena fe. Te come el león.
La miro de lejos aún en estos días post descanso. Pero caigo en que en horas, semanas con mucha suerte, esta Gran Urbe me tomará con sus garras y me fagocitará. Estaré nuevamente en el tren de la acción sin medida. A mi modo, obvio, pero comprendo un poco más por qué hay cada vez más gente aquí con ataques de pánico, miedos sociales al fin de cuentas, ansiedades, adicciones y todo eso propio del que está insatisfecho con su entorno. No soy tanguero, pero cuánta verdad tiene guardada Cambalache: “el que no llora, no mama, y el que no afana es un gil, dale nomás, dale que va, que a nadie importa si naciste honrado”. A mi sí. Ellos, allá en el horno se van a encontrar. En vida, no hace falta morir para saberse acabado.


Y eso que ya estamos hablando del siglo XXI...
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