Las personas malhumorientas son detestables. Es preferible huir de las garras de esos cerebros insatisfechos constantes, que ven la vida con una lente rota, piensan que no hay motivos para estar contentos.
Ahora, tener un momento de malhumor también permite divisar cuestiones que si estamos siempre disponibles y accesibles se nos escapan.
Primero, los que interactúan con uno notan que estamos bajo ese estado –si no es común, hasta preguntan “¿te pasa algo?”- y así podemos ver las respuestas que asoman de nuestro interlocutor.
Están los que no lo toleran y sugieren un “dejate de joder, no vale la pena estar así” y prosiguen con una serie de fundamentos que ellos tienen prefijados para alegrarse y evadir el malestar. ¿Acaso no se puede permitir uno analizar los lados oscuros que lo gobiernan? ¿No es un tanto evasivo querer estar siempre felices?
Otros, se meten sutilmente a indagar qué tema nos tiene bajo ese estado. Si saben escuchar, y preguntar, de seguro nos serán de ayuda para que encontremos realmente qué nos tiene de malhumor. Y seguramente sin darnos cuenta cambie el ánimo con el correr de la charla. Si no, apenas si podremos explayarnos sobre algún temita menor y se pensará resuelto.
Y los que no saben escuchar ni preguntar, al toque empezarán a hablar sobre sus temas agobiantes, como si fuese una competencia de quién tiene más motivos para estar mal. A esos, mandalos a análisis, mal no les vendrá…