lunes, 14 de marzo de 2011

Inocencia que valga

Ser inocente no es ser ingenuo. El ingenuo termina pecando –feo término si los hay- por manejar un grado de culpa, o responsabilidad sobre esa incapacidad de comprensión de lo que pasa.

El inocente -al menos en mi concepción- se anima a retirar todo lo asimilado, lo aprendido, se cierra al vacío para dar paso a un renovado aire de conocimiento, dispuesto, abierto de par en par a lo que surja.

El inocente corre el riesgo de exposición, de mostrar las cartas, de que se sepa lo que le está pasando en su mundo interno y se muestra dispuesto a captar lo nuevo que la situación tiene para mostrarle. El inocente, sin inconsciencia alguna, no se cree más por saber tal o cual cosa sino que prefiere dejar al descubierto su ignorancia o mero desconocimiento y que el otro le aporte su parte. Invita más a que salga de la persona con la que interactúa su lado más seguro, porque sabrá buscar qué tiene el otro para aportar, qué le da ganas de transmitir.

Hay gente que se aprovecha del inocente por creerla una posición débil pero nada más lejano de donde se para el inocente, que se permite descubrir lo extraíble del juego continuo de interacción mutua.

Ser inocente –y no ingenuo- es animársele al niño que llevamos dentro sin que importe el juicio externo en lo más mínimo, sino dando rienda suelta al abanico de oportunidades que se despliegan al ver, al divisar escenas y realidades dispuestas a ser resueltas con ese ojo inocentón, de primera vez.


Comportarse inocentemente es hacer eje en todo lo que tiene para aportarnos lo que nos toca estar viviendo y dejar margen para la improvisación.
El conservador, el que pretende mantener todo como está, es el opuesto al del inocente comportamiento que deja un margen abierto para la puerta de su percepción.

Siempre dispuesto a cambiar de frente cuando sea necesario, el inocente conduce su campo exploratorio por los límites posibles y los expande más, prueba, juega, se inmiscuye en la creación.

Puede crear sólo aquel que se libera, del miedo al vacío, del paso en falso, del qué dirán constante, de aquel que no se animó a preguntarse y antes que eso pone el semblante del que cree que por criticar a otro logrará algo, y antepone una distancia entre su decir y hacer.

El inocente se deja ver.
El inocente hace malabares con los planos y roles de la circunstancia, sin importar la relevancia, es permisivo y afloja en su obsesión.
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